José Alejandro Castaño
La desenterradora de cuerpos
La calavera sonríe sucia de pantano. Tiene los dientes intactos. Dos días de búsqueda y al fin la osamenta resplandece blanca y mansa. La lluvia hizo todo más difícil porque la tierra, que se esperaba suelta, se compactó hasta hacerse arcilla dura y resbalosa. El cuerpo es de una mujer. Sus cabellos largos más allá de los omoplatos desarticulados la delatan. Estamos en un claro de la selva en La Hormiga, departamento del Putumayo, al borde de un camino donde doce horas antes la guerrilla dinamitó una patrulla y mató a cuatro de los policías que debían custodiar la caravana en la que llegaron un fiscal, dos antropólogos, cuatro auxiliares forenses y un fotógrafo, todos miembros de la Fiscalía General de la Nación. La Hormiga no es como suena. La minúscula metáfora que sugiere ese nombre curioso, casi divertido, esconde esta verdad: el pueblo, a más de mil kilómetros de Bogotá, fue la gran capital sur del reino paramilitar y todos aquí saben que bajo los bosques talados donde ahora crece yerba jugosa y pastan vacas robustas, hay cientos de fosas de campesinos mutilados: mamás, papás, abuelos, hijos, tíos, primos, vecinos... Nadie se atreve a calcular el número exacto. Seguro son más de dos mil, dicen que quizás dos veces eso. Ahora es mediodía y ya se llevaron el carro dinamitado donde murieron los cuatro policías ayer. Nadie de la comisión de la Fiscalía parece tener miedo, solo calor. La humedad enturbia los ojos y el agua corre por los rostros congestionados. Un hombre que fue del ejército 'para', el mismo que señaló el sitio de esta fosa, dice que ya pasaron casi tres años desde que la mujer fue enterrada aquí, ¿por qué entonces, después de tanto tiempo, sus despojos todavía hieden frescos?
Liliana Meléndez se limpia el sudor de la nariz con un trozo de su guante quirúrgico, después intenta desprender la calavera del piso empantanado. Sus dedos resbalan. Ella explica que el olor quizás provenga de adentro del cráneo de la mujer porque a veces, en ambientes tan húmedos, lo último en evaporarse es el cerebro, ese órgano que, dicen los biólogos, nos define como especie dominante. Liliana insiste. Al fin la calavera se desprende pero los mechones de pelo quedan pegados al piso de pantano. La luz del sol rebota en la osamenta húmeda. En efecto, el hedor es culpa de un cerebro casi intacto, una inútil persistencia del género humano que uno de los auxiliares forenses deberá licuar antes de vaciarlo como desperdicio. Lo veré después: meten la madera de un pincel por el orificio occipital y baten con fuerza. El gesto es similar al de un barman cuando mezcla una bebida en el fondo de una coctelera. Liliana vuelve a secarse el sudor con un trozo de guante. Esta vez le queda un rastro de pantano en su mejilla izquierda. Ella es rubia y diminuta, de ojos azules y gestos pausados. Todavía no cumple 35 años. De niña quería ser arquitecta. Hoy, dicen, es la mejor antropóloga forense del país. Tiene una hija, se llama Nicole. Una vez dejó de verla 127 días, casi una eternidad. Fue en la época en que la contrataron para que rescatara los cuerpos de otra barbarie pensada por el cerebro humano.
Liliana viajó a Pristina, una pequeña ciudad del centro de Europa que es la capital de Kosovo. Era el verano de 1999, justo después de las matanzas que el ejército serbio hizo con el pueblo albanés. Las calles eran un reguero de edificios y casas derruidas, de postes volcados sobre pedazos de carros incinerados. Los sobrevivientes habían retornado y cada quien intentaba rescatar lo suyo, incluido a sus muertos. Liliana aprendió a saludar en albanés y en serbio, a desear buena suerte, a pedir leche en la tienda, en cambio nunca quiso saber cómo se dice difunto, disparo, guerra… ya era suficiente con las pilas de cuerpos que rescataba de fosas que parecían interminables. Ella acababa de graduarse con honores en la maestría de antropología forense de la Universidad Nacional. La de Kosovo era su primera experiencia con víctimas de guerra, por suerte no estaba sola. Su esposo, otro antropólogo forense, también hacía parte de las fuerzas internacionales de rescate de cuerpos. Ella recuerda que un agujero con víctimas hiede igual aquí o allá, y que el llanto de los sobrevivientes alrededor de una fosa se oye desgarrador no importa el idioma de sus reclamos y maldiciones. Ahora Liliana comienza a recoger las costillas de la mujer asesinada por los paramilitares. Son huesos delgados y curvos. El rastro de su forma queda en el piso de pantano y el agua anegada pronto inunda los espacios que van quedando con cada trozo levantado. Arriba alguien va recibiendo los huesos, los enumera y después los coloca sobre un plástico negro donde el cuerpo debe ensamblarse. Ya vi eso antes: arman los esqueletos, incluso junto con el vestido o los zapatos o cualquier objeto hallado en la fosa, y luego los fotografían. Pero tender los restos también tiene otro propósito: secar los huesos y dejar que el aire termine de llevarse su hedor, de esa manera los que cargan los despojos en los recorridos de regreso evitan el acoso de las moscas. Alguien dirá que es macabro, pero esos esqueletos tendidos suelen parecer marionetas y entre las palas, los picos, los rastrillos, los azadones y la sombra de las carpas que los antropólogos improvisan para protegerse del sol, todo aquello parece los cachivaches de un circo de paso, uno que podría llamarse Circolombia, así, a secas. A veces, mientras trabajan, los rescatavíctimas se las arreglan para oír música en radios que ponen por ahí, sobre alguna piedra. Cuando la selva o las montañas de este enorme cementerio nacional les impiden sintonizar alguna emisora de música, ellos cantan canciones alegres. Es su forma de aligerar la pesadez de la barbarie, dice Liliana, después, mientras termina de recoger las vértebras de la mujer asesinada, cuenta que su esposo nunca regresó de Kosovo.
Por esos días, el mayor peligro que debían sortear los antropólogos en Pristina eran las minas que los ejércitos enfrentados habían sembrado bajo puentes, muros, tapas de alcantarilla, árboles, cercas: los soldados de paz de las Naciones Unidas que al fin tomaron el control del territorio iban demarcando las aceras por donde se podía caminar sin riesgo de una explosión. Toda la ciudad era un gigantesco campo derruido con banderitas de demarcación. A veces, en una calle muy ancha, había que hacer fila para cruzar porque el camino desminado era angosto, apenas lo suficiente para que caminara una sola persona. Nada de eso impresionó tanto a Liliana como un hallazgo que se hizo repetido en cada nueva excavación: tiros tangenciales en los cráneos, "una suerte de delicadeza atroz", recuerda. Se trata de un disparo que no busca matarte, no de una vez. Antes, como son tiros milimétricos, casi superficiales, te causan derrames cerebrales y las víctimas van muriendo de a poco, de a poco, de a poco… agonizan por horas, conscientes de la inevitable muerte que alguien escogió para ellas. De nuevo el cerebro humano: se necesitan siglos de cruel evolución para un refinamiento semejante.
Liliana Meléndez estuvo tres meses en Kosovo, pero decidió volver por su hija, "y por el país", dice con la voz agitada. Ahora escudriña los huesos de la pierna de la mujer, el fémur, la rótula… la tibia le llama la atención: tiene un corte típico, uno que ya vio muchas veces. "Es un machetazo… A veces, los paras cortaban y desangraban a sus víctimas solo para ahorrar munición". Eso está probado: en una confesión interesada, un paramilitar de La Picota de Bogotá negoció una reducción de su pena informando la ubicación de una fosa en Cundinamarca con ocho campesinos a los que machetearon porque su jefe dijo que las balas, de pronto, les harían falta después. La Fiscalía sabe que los gritos de los sentenciados, sus aullidos de súplica, de infinito dolor, también eran un método de poder con el que los paras se aseguraban de horrorizar a los que dejaban vivos. ¿Puede la crueldad evolucionar más , ¿acaso un cerebro puede perfeccionar esa idea de aniquilar ahorrándose pertrechos? Sí, en Colombia sí.
Liliana y sus compañeros han desenterrado decenas de cuerpos descoyuntados: las piernas y los brazos apretados sobre el pecho tan eficientemente reducidos que cabrían en una maleta de mano. Los verdugos hacían eso para cavar fosas más pequeñas. "De esa manera ganaban tiempo y podían enterrar a dos y tres personas en un hueco donde antes sólo podían enterrar a una", dice ella mientras recoge las falanges de los pies de esta mujer. Arriba se oyen voces que van llegando. Es gente que espera que algunas de las osamentas que se desenterrarán hoy sean las de un pariente desaparecido. En La Hormiga, las víctimas del genocidio paramilitar suman miles, aunque nadie sabe su número exacto, y es posible que jamás se sepa porque hay familias enteras enterradas aquí, sin sobrevivientes que levanten la mano para reclamarlas. De regreso a Colombia, Liliana Meléndez descubrió que los tiros tangenciales de Kosovo casi son una picardía comparados con la crueldad de la que somos capaces los colombianos. Su esposo nunca volvió porque decidió quedarse y reclamar los doscientos dólares diarios que le pagan allá, más de once millones de pesos al mes. Ella, en cambio, sobrevive con un sueldo diez veces menor. Pero qué va, dice, su retribución es más valiosa: está aquí desenterrando del abismo un futuro para su hija y para el país. Ese tal vez sea un propósito inútil, el sueño de un cerebro ingenuo, no evolucionado como el de, digamos, Jorge 40, que el martes 3 de julio de 2007 se presentó a una audiencia de perdón en Barranquilla como suelen hacerlo los capos paramilitares: perfumado, vestido como un banquero respetable, con la contabilidad de sus muertos en un computador portátil.
Casi lo logran: oyéndolos en los juzgados, sobrios, parsimoniosos, repitiendo frases memorizadas sobre la vida y el perdón y el amor y la urgencia de la paz y esas cosas, cuesta trabajo imaginarlos de camuflado, sudando, rabiosos, pasando revista a un grupo de hombres maniatados a los que van señalando con el dedo para que los torturen hasta matarlos. Ese martes 3 de julio, a más de dos mil kilómetros de La Hormiga, en el otro extremo de Colombia, Jorge 40 intentó jugar al filósofo y puso un cartelito hecho por él mismo en la mesa donde compareció ante la justicia. Era un trozo de cartulina y decía: "Yo soy Rodrigo Tovar. La reconsiliación es mi sueño, mi motivación y mi meta". El jefe paramilitar escribió 'reconsiliación' así, de mala manera: con ese en vez de ce. Es contra esa reconsiliación adulterada que Liliana Meléndez insiste en no darse por vencida, Ella, a pesar de ese sueldo escaso de secretaria que le paga la Fiscalía. Ella, a pesar de que a veces debe prestar dinero para comprar los guantes quirúrgicos y los tapabocas y las palas que hacen falta para rescatar los cuerpos de nuestra más reciente barbarie. Ahora, por ejemplo, tras exhumar los restos de la mujer, Liliana y sus compañeros tendrían que cambiarse el overol de tela que llevan puesto y que, según Naciones Unidas, solo deberían usar por un cuerpo a la vez para evitar contagiarse de bacterias. Pero este trozo de selva en el Putumayo no es Kosovo y los recursos son escasísimos. Todavía pasarán dos días y una pila de veintitrés cuerpos antes de poder usar un overol nuevo. Por ahora, al fin, ella y el resto del equipo descansarán diez minutos, después seguirán con la siguiente fosa. Arriba, alguien alarga el mango de una pala y la ayuda a salir del agujero convertido en tumba. Más allá, atraídos por el hedor, cinco gallinazos merodean en un cielo gris de nubes amenazantes. El esqueleto de la mujer desenterrada yace sobre una bolsa plástica. Solo falta su cráneo, que un antropólogo está terminando de batir para dejarlo limpio de restos de cerebro. Un campesino y su perro miran en silencio desde lo alto de una piedra. Para facilitar el licuado, el hombre usa un poco de gaseosa. El nombre de la bebida quizás sea una señal, una ironía reveladora: Colombiana.
crónica 2
Sardinos embellecedores de difuntos
El cuerpo de un drogadicto asesinado permanece boca arriba, con el tórax abierto y la mirada fija en los estudiantes que lo observan. El profesor desliza el escalpelo y habla de la necesidad de cercenar los órganos para impedir que el cadáver acumule gases. Cuarenta muchachos, entre los dieciséis y los veinte años, siguen la agitación del bisturí con los ojos irritados por el formol. Para la mayoría es la primera lección práctica, desde cuando comenzaron a estudiar Tanatopraxia, un programa académico único en América Latina que consiste en embellecer difuntos y disponerlos para los entierros. El instructor escudriña las extremidades en busca de las arterias e inyecta en ellas una solución química que tensa los músculos y preserva los tejidos, justo lo suficiente para que la familia del occiso alcance a velarlo sin tener que soportar el hedor de la descomposición. En la sala hay 41 personas, y salvo el profesor, el cadáver y siete estudiantes hombres, las demás son mujeres, todas alumnas egresadas de colegios del Valle del Aburrá en noviembre pasado, que por esas vainas de la guerra terminaron acostumbradas a ver el rostro de la muerte en las esquinas de los barrios, en medio de las balaceras en las que muchas perdieron a sus padres, hermanos, amigos, vecinos, tíos, compañeros de salón... Se encontraron allá, dice una menor de edad, queriendo estudiar una cosa que no le cabe al resto del mundo en la cabeza. Porque, cómo es eso de que jovencitas así, con toda la vida por delante, se ponen a aprender sobre arreglo de cadáveres, como si ya no tuvieran bastante con los muertos que caen en las cuadras donde viven. La sorpresa para ellas y para las directivas del Tecnológico de Antioquia es que, contrario a lo que se esperaba, las más entusiastas con el programa iniciado este semestre resultaron ser las mujeres, peladitas que se las ingeniaron para persistir, a pesar de los reclamos de sus familias, que aún insisten que estudien otra cosa más decente, menos azarosa. Las motivaciones de cada una no son, digamos, fáciles de explicar. Algunas de ellas, incluso, lloran contando por qué decidieron aprender algo tan raro. Y aunque en principio no lo parezca, esas razones tienen que ver más con la vida que con la muerte, así muchas de ellas se hayan decidido debido a la persistencia en su memoria de ciertos cadáveres a los que el tiempo aún no les hace levantamiento.
Testimonio
La historia de Lina, por ejemplo, no la conocen sus compañeras. Ella, dice, prefiere mantener el episodio en secreto porque aún le duele.
Lo que pasó fue que a su papá, un vendedor de ventiladores en el Nordeste, lo asesinaron por robarle el surtido de mercancía y lo dejaron tirado en una cuneta de la carretera entre Segovia y Remedios.
Su familia contrató al dueño de una funeraria para que recogiera el cuerpo y lo trajera de vuelta. Lina y su mamá debieron hacer el viaje e identificar el cadáver, descompuesto hasta tal punto por el calor y la humedad que el tipo de la funeraria, curtido en el oficio, tuvo que descargar diez frascos de café instantáneo sobre la carne para frenar la putrefacción y disipar el hedor.
Durante el trayecto de regreso, acosadas por la imagen desfigurada del hombre, las dos mujeres permanecieron en silencio, sedadas por una tristeza tan grande que nada, ni el movimiento del carro en los huecos de la carretera, una trocha amarilla de pantano y cascajo, lograba hacerles decir una palabra.
Sólo en Bello, próximos a la casa, Lina despertó de aquel mutismo de horas y preguntó cómo carajos iban a hacer para limpiar a su padre antes de que pudieran verlo sus dos hermanos menores, su abuela, los tíos y los vecinos. Ella, dijo, no iba a permitir que lo llevaran así a la velación, mugroso de sangre y ripio de café.
Entonces el tipo de la funeraria le explicó el método que seguirían con el cuerpo y la manera como lo limpiarían. El trabajo fue tan artístico que, cuenta Lina, hasta los rastros de la descomposición se le borraron del rostro y nadie más en la casa tuvo que lidiar con la imagen grotesca que ella y su mamá no logran borrar aún.
Desde entonces, admite la sardina, le entró una obsesión por el arreglo de cadáveres que cuando supo que iban abrir ese programa en el Tecnológico, se presentó de una, sin pensarlo. Es, dice ella, un intento por saldar rencores con la vida e intentar hacer lo mismo por otras personas, cuyos parientes promete entregar tan organizados y bonitos que la marca de la muerte no sea visible.
Otros casos Al papá de Jennifer Londoño, de 18 años, lo secuestraron hace tanto tiempo que entonces la niña estaba aprendiendo a hablar. Su mamá iba cada seis meses a Medicina Legal para mirar las fotografías de cadáveres sin identificar, en un esfuerzo por resolver la incertidumbre de no saber nada de su esposo. Ya grande, cuenta Jennifer, ella también comenzó a ir y se familiarizó tanto con los rostros descompuestos de los fallecidos que antes de terminar el bachillerato se prometió estudiar una tecnología relacionada con el tema. Y claro, no es que a los alumnos del Tecnológico le hayan ocurrido dramas familiares, debido a los cuales escogieron la Tanatopraxia como campo profesional. Sin embargo, todos los muchachos, sin excepción, han visto morir de manera trágica a personas de su entorno: Alexandra Restrepo, de 18 años, presenció cuando los integrantes de una banda asesinaron a golpes a un vecino, al que después de patear muchas veces le descargaron una enorme piedra en la cabeza. Liliana Grajales, de 19 años, fue testigo del crimen de una tía, abaleada por su esposo en un arranque de celos. Lina Marcela Londoño, de 17 años, observó a un señor que dejaron agonizar en la vía pública sin oportunidad de recibir auxilio médico, después de tirarle un carro. Isabel Cristina Muñoz, de 16 años, vio acribillar dos pelados en una balacera. Fabio Jaramillo, de 17 años, uno de los seis hombres del curso, tuvo que lidiar con un vecino moribundo... los testimonios se repiten como una lluvia menuda, insaciable. Lo curioso es que todos los muchachos sienten que lo que están estudiando puede ser una oportunidad maravillosa para cambiar la barbarie de la ciudad, ¿cómo diablos?
No más muerte De acuerdo con el médico forense Germán Antia, experto internacional responsable de la Facultad de Investigación Judicial del Tecnológico de Antioquia, la labor de los futuros tanatoprácticos podrá ayudar a las familias de víctimas de asesinato a elaborar sus duelos con menos traumatismo y, sobre todo, a superar los rencores. Se trata, explica el académico, de que los muchachos adquieran un saber tan profesional que sean capaces de borrar las marcas de la muerte y restañar las heridas, de tal manera que la imagen que los difuntos le transmiten a los suyos sea de paz, sin importar las circunstancias de su deceso. Un tipo de conjuro contra el odio que consiste en acomodar las carnes destruidas por la barbarie, en desvanecer las muecas de dolor que quedan en los labios y los párpados, en rescatar la sonrisa debajo de los escombros de sangre y angustia... en últimas, de salvar la belleza de los difuntos a través de los gestos para que los suyos, los que los aman, puedan recordarlos siempre. Y no es una tarea fácil, algo meramente poético. Es, advierte Germán Antia, un enorme esfuerzo que pretende responder el vertiginoso ritmo de la muerte en el Valle del Aburrá, que al año provoca casi cinco mil asesinatos, 460 cada mes, 13 al día, uno cada 110 minutos, la inmensa mayoría, el 90%, de hombres entre los 14 y los 44 años. Antes, los arregladores de difuntos eran sujetos que, a fuerza de una práctica descomunal impuesta por la guerra urbana, consiguieron un grado de eficiencia tan alto que los expertos de otros lugares del mundo les reconocen un saber único. Sin embargo, para las autoridades, el trajín empírico de las viejas funerarias debe ser reemplazado por un conocimiento que, además del manejo de las técnicas de tanatopraxia, incluya un saber humanístico y biológico y, sobre todo, una sensibilidad espiritual que permita entender que el cuerpo humano, aún desprovisto de vida, embadurnado de crueldad y odio, es una creación única, compuesta por miles de piezas maravillosas: 200 huesos, 32 dientes, tres mil millones de células, 100.000 cabellos, 600 músculos, un corazón que, vivo, bombea 6.500 litros de sangre al día y un alma en algún lugar de la carne, quizás al reverso de los ojos, que pese a la barbarie se mantiene intacta, lejos de la ferocidad de los violentos.
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