Géneros literarios cargados de imaginación y realidad

martes, 11 de mayo de 2010

CUENTOS DE EFRAÍM MEDINA


Ef
raím Medina

Cuentos:


Cuento 1



: Psique y Melón :


1 La otra mañana entré al baño para masturbarme. Mojé y unté jabón en los bordes de unas fotos recortadas de Playboy, Hustler y Blue; las pegué sobre los blancos baldosines conservando cierto orden y enseguida abrí la llave de la ducha y me paré frente a las fotos. El órgano se fue endureciendo, mis ojos iban de las tetas de una negra al chocho de una rubia. Empecé a frotarlo, estaba inmenso, aquellas fotos eran lo mejor que había conseguido en meses. Aceleraba y cuando estaba a punto de eyacular hundía el freno. De repente la puerta del baño se abrió, la reacción instintiva fue taparme el sexo: Era mi madre. No sabía qué hacer. Ella observaba indignada aquellas fotos y empezó a llorar. Nancy no tardo en llegar seguida de Leo. Todos miraban las fotos. Leo sacudió la cabeza, jaló la puerta y se las llevó a la sala. Me senté en el borde del inodoro y lo escuché hablar con mamá. —Te juro que no está loco —le decía. —¿También haces cosas así? —No, pero... —Además, tiene su mujer. —¿Y eso qué? Nancy entró en la discusión y ya no pude entender nada. Permanecí sentado mirando el agua caer, un chorro enorme, continuo. Otra vez me planté ante las fotos y le di con fuerza al órgano. Afuera seguían los gritos. La morena se robaba mi atención con sus tetas brillantes. Dirigí el semen contra la pared sin lograr salpicar a ninguna. Retiré las fotos y las eché en el cesto: rubias y morenas quedaron allí, entre toda esa inmundicia. Me bañe y salí. Mamá estaba frente a la tele con mi hija sobre las piernas. Leo y Nancy seguían discutiendo en la cocina. Me encerré en el cuarto.

2—¿Por qué me vigilan? —Nadie te vigila. —Sí Nancy, tú y mamá no me pierden de vista, y mamá está todo el tiempo con la niña encima, ¿qué imaginan? Dios santo, tienen mentes tan sucias. Había sido una horrible semana con mamá y Nancy jodiendo, hasta en la cama me sacaba la chispa preguntando estupideces. —¿Me detestas? —No jodas, Nancy. —Sueñas con otras, ¿por qué te casaste conmigo? De las preguntas pasaba a los gritos y luego al llanto. La vigilancia se extendía a mis objetos personales, mis revistas desparecían. Hablé con mi hermano pero no quiso arriesgar el pellejo por mí, me dijo que les diera tiempo. —Es una maricada, Leo —dije angustiado—. ¿Acaso tú no haces lo mismo? —Si les digo que me pajeó será peor. —¿Peor para quién? —En alguien deben confiar, ¿no?

3Nancy habló de separarnos y mamá trajo evangélicos a casa para rezar. Sus voces apagadas me arruinaban el sueño; se iban después de medianoche y entonces Nancy y mamá seguían orando, arrodilladas ante la cama, como si yo fuera un cadáver. Recibí dos llamados de atención en la oficina por descuidar el trabajo. Una tarde me puse a jugar con la niña en la terraza y al instante llegó Nancy, apartó a la niña y me gritó cosas terribles. Algunos vecinos se acercaron a ver qué pasaba. Nancy entró a la casa con la niña en brazos.

Los vecinos me dirigían miradas feroces; opté también por entrar pero ella había cerrado con llave. Uno de los vecinos sostenía una varilla en la mano.

—¡Leo! —grité desesperado. La puerta se abrió, entré y fui a buscar a Nancy. Se había encerrado en el cuarto con la niña y no quiso abrir.

—Ya se le pasará —dijo Leo. —¿Y si no es así? Me miro compasivo y se rascó las pelotas. Era dos años menor que yo, pero había terminado antes los estudios y jamás le pude ganar una partida de ajedrez. Mi hermano, el genio, esta vez no tenía respuesta.

4 En los días siguientes perdí mi actitud afable; sonreír me costaba un gran esfuerzo y luego, el dolor en la boca, era insoportable. Nadie en el vecindario me dirigía la palabra y las madres recogían apuradas a sus hijos pequeños al verme aparecer. En la cama Nancy estaba rígida y fría, ni siquiera me atrevía a tocarle un pelo. Reduje en forma considerable mis visitas al baño y cuando entraba salía lo más rápido posible. Perdí el apetito y me costaba concentrarme en el trabajo; en los corredores el rumor de un inminente despido cobraba fuerza. Perdí todo contacto con mi hija y sólo Leo, a regañadientes, seguía dándome apoyo. —Estás muy pálido y flaco —decía—. ¿Cuánto hace que no te cepillas los dientes? Deberías ir al psicólogo, pero antes córtate las uñas, aféitate y pasa por la peluquería. —Tráeme a la niña, por favor. —No puedo —decía él—. Si no confían en mí será peor.

5Un compañero de trabajo me contó que había visto a Nancy con un tipo entrando a un motel. Fingí no sorprenderme, le dije que habíamos decidido separarnos y que conocía al amante. Él se encogió de hombros y caminó hasta su cubículo, lo seguí. —¿Qué motel era? Él sonrió con malicia y me anotó el nombre y la dirección del motel en una tarjeta. —He pasado por eso —dijo. Esa noche encaré a Nancy, ni siquiera lo negó. Me dijo que había encontrado a alguien que la apreciaba tal y como era y que pronto se irían ella y la niña a vivir con él. —Estás loca —dije agarrándola por los hombros—. Ese tipo sólo quiere aprovecharse de ti. Si te respetara no te llevaría a un motel de malamuerte. —Suéltame, pervertido —dijo alzando la voz—. Henri es un hombre de Dios. La solté. Así que era uno de los malditos evangélicos. —Voy a partirle la cara a ese hijueputa. Salí del cuarto. La tele estaba encendida pero no había nadie en la sala. Saque la copia de mi renuncia del bolsillo y la dejé sobre la mesita de centro. Horas antes, en un arrebato de ira e impotencia, la había firmado. Me dirigí a la puerta y salí de la casa sin hacer ruido. La brisa era fría y mis opciones escasas; podía comprar tranquilizantes y hacer un cóctel o lanzármele a un autobús. Entré a una farmacia, había dos tipos vestidos de blanco detrás del mostrador. Hablé con uno. Me trajo tres frasquitos con pildoras de colores.

—¿Y la fórmula? —Olvidé traerla —dije. —La próxima vez es mejor que se acuerde —murmuró mientras hacía la factura—. En la caja los reclama.

6 Entré a un bar, ocupé una mesa del fondo y pedí un vodka con hielo. Abrí uno de los frasquitos y dejé caer las pastillas sobre la lengua. Vacié de un sorbo el vaso tragándome las pastillas. Pedí otro vodka. No sentía nada raro. Un hombre vino y sin decir palabra se sentó enfrente de mí. —¿Qué quieres? —¿No me recuerdas? Lo miré con atención. —Soy Pardo —dijo y soltó una risita inconfundible. —Es cierto —dije, la lengua se me había dormido un poco—. Pardo, hijueputa, ¿cómo estás? —Mejor que tú, creo. Traté de hablar pero no encontré mi voz, las cosas en torno a mí habían empezado a girar y luego llegó la oscuridad. Desperté, boca abajo, sobre una vieja camilla de cuero negro que olía a sudor y alcohol, un gancho de la base había atravesado el cuero y se me estaba hundiendo en las costillas. Al mismo tiempo sentí un pinchazo en la nalga. —¡Carajo, qué dolor! —¡No se mueva! —bramó una voz femenina. Torcí el cuello y vi a un sonriente Pardo apoyado en mi espalda y detrás una enfermera—. Será un minuto... —El maldito gancho —dije con un hilo de voz—. Suéltame hijueputa. —No es para tanto —dijo ella tirando la jeringa en una caneca—. Vístase, hay otros pacientes esperando. La enfermera salió. Trate de levantarme, el gancho me había dejado una herida justo donde el romano hirió a Cristo.

—Por poco me parte en dos —dije mirando el gancho. Pardo sonrió—. Esta clínica es una porquería. Pardo me pasó la ropa, me vestí en silencio. Mientras esperábamos la cuenta le conté la historia sin descuidar los pormenores. Me dijo que trabajaba en la tele como asistente de un reality show y quizá mi rollo les interesara. Habíamos sido compañeros de la secundaria, no lo veía desde entonces. —Incluso podrías matarte en vivo —dijo muy serio—. Te pagarían bien. Después que salimos de aquella clínica sentí un hambre feroz. Pardo me invitó a un restaurante chino. Mientras devoraba una montaña de arroz me explicó la dinámica del programa.

—¿Y qué gano con eso? —Quizá te paguen algo —dijo pensativo—. ¿Qué puedes perder? Ibas a matarte hace una hora. Lo miré y luego el plato de arroz casi vacío; ya no tenía ganas de morir. Pedí una cerveza.

7 El día del programa (grabación) me puse todo lo elegante que pude. Llegué media hora antes. Pardo me presentó a la mujer que iba a entrevistarme y al experto que hacía las reflexiones del caso. La mujer ordenó un maquillaje que me diera un aspecto más triste; también me obligó a cambiar mi flamante camisa a rayas por una vieja y desteñida guayabera. Estaba inquieto pero tranquilo. Nos sentamos y se encendieron las luces. Había como cien personas en el estudio. Ella empezó a preguntar. Al principio me trabé un poco pero las sesudas reflexiones del experto me dieron respiro y conseguí relajarme. Sus palabras eran como un exorcismo: la mujer no parecía satisfecha, miraba al experto con preocupación. Este hablaba de los beneficios de la masturbación con exagerado entusiasmo. La mujer lo cortaba para hacerme preguntas cada vez más alejadas del tema original. De repente me preguntó si sería capaz de violar a una niña. —Sí –dije—. A una de su edad y sólo si está de acuerdo. Hubo risas y aplausos. Me sentí cómodo. Ella volvió al ataque. —¿Conoce al amante de su mujer? —No. —Pero sabe que tiene uno. Pensé en estrangular a Pardo, ese maldito traidor. —Más de uno –dije—; ella también colecciona revistas. Nuevas risas y aplausos y una que otra obscenidad contra la mujer. El coordinador trataba de calmar los ánimos. La mujer se excusó conmigo y le dio turno al experto. Según éste la única enfermedad que veía en mí era ser extrañamente divertido y directo. La mujer salió del set sin despedirse, el experto vino a estrecharme la mano, también parte del público. Me fundí en un abrazo con Pardo. —Disculpa –dijo—. No debí contarle esa parte. —No importa –dije—. Hay que ser mierda para trabajar en esto. Reímos. El coordinador me palmeó la espalda. —Podrías ser un estupendo comediante —dijo. Algunas personas querían mi autógrafo, era increíble. Tomé un taxi a casa, el programa saldría al aire esa misma noche.

8La aparición en TV no sólo me devolvió la confianza de mi familia sino que me convirtió en una celebridad. Mis vecinos se turnaban para visitarme. Nancy me abrió otra vez sus piernas y mando aquel amante, con todo y Biblia, al carajo. Mi madre suspendió las oraciones y recibí una llamada, del presidente de la compañía en persona, diciendo que me quería de vuelta en la oficina (y con un considerable incremento de sueldo). Pude abrazar de nuevo a mi hija y recibí la propuesta de una editorial para escribir un libro sobre mi experiencia. El título tentativo era Masturbarse: otro camino al éxito. Los productores de aquel programa me hicieron una oferta para presentar un nuevo reality show que giraría en torno al sexo en solitario. La rechacé (sugerencia de Pardo) y aumentaron la oferta. Hicimos el trato y ese mismo día contraté un agente. Esta vez salí de la oficina con honores. —Las puertas quedan abiertas —fue la frase final del gerente—. Menos las del baño.

Hubo risas, abrazos y una que otra lágrima. En pocas semanas el nuevo reality alcanzó los primeros lugares de sintonía y varias revistas me dieron portada. La editorial lanzó un segundo libro. Le dije al editor que quería conocer a quien escribía mis libros.

—Es mejor que no —dijo y agregó cruzándose de brazos—. Quien importa es Beethoven no el piano.

9 Cuando entendí que los agentes eran trastos inútiles le dije a Leo que dejará de vender enciclopedias y fuera mi agente. —Ya tienes agente —dijo él. Llamé a mi agente y lo despedí. Le di dinero a Leo para comprase un elegante traje y lo invité a una fiesta con estrellas de la tele. El genio de la familia miraba a las chicas envueltas en celofán con la boca abierta. Cuando entendí que cualquier idiota puede escribir libros y columnas de opinión le dije al editor que me encargaría de mis próximas obras y quería dos columnas (la editorial tenía varias revistas); una de sexo y otra de política. Masturbación S.A. fue mi primer verdadero best seller (hubo traducciones a siete idiomas y vendimos los derechos para el cine). Un pequeño muñeco de plástico (Leo decía que era igual a mí), desnudo y cascándosela, empezó a venderse en Sex Shop y luego en las aceras del centro de la ciudad como pan caliente. Me mudé a una casa de dieciocho baños y trece habitaciones al norte de la ciudad (la fiesta de inauguración fue transmitida en directo). Un grupo de artistas, dirigidos por Leo, publicaba cada mes la revista MasturArte; mi único trabajo allí era responder a los diversos interrogantes de los lectores (en realidad lo hacía un ex profesor de matemáticas alcohólico y su anciana madre). Me separé de Nancy (no sin antes comprarle apartamento en una zona exclusiva donde se fue a vivir con nuestra hija y mi madre) y estaba saliendo con una modelo adolescente. Especialistas en el tema se reproducían como ratas, sus conferencias eran concurridas. En un aviso clasificado de prensa leí lo siguiente: Masturterapia. Servicio a domicilio. Cada cual sacaba su tajada. Un tipo me propuso asociarnos para sacar al mercado una mano mecánica de su autoría; lo envié con Leo. Sectores del gobierno iniciaron una polémica sobre mis actividades. Para unos era una tendencia inofensiva que generaba empleo y curaba la impotencia y el estrés. Además, la práctica era tan vieja como el mundo y no entrañaba peligro alguno. Un tipo afortunado la había sacado del baño y ganaba millones, ¿cuál era el problema? Para otros era inmoral, resquebrajaba la unidad familiar y dañaba la imagen del país ante el mundo. El presidente se refirió al tema en un discurso televisado: Qué iban a pensar de nosotros los gringos, que éramos un montón de pajizos? Las putas y dueños de burdeles hicieron marchas para denunciar que el auge de la paja los estaba arruinando. El último número de MasturArte traía una separata especial con chicas fotografiadas en ángulos propicios para los diferentes estilos de masturbarse: trípode, transversal inclinado, pizzaiolo, trapecista ruso, etc. Se diseñaron bares para masturbadores empedernidos y una universidad abrió la cátedra: Pajalogía: teoría y práctica. El gobierno autorizó a los cinemas, centros comerciales e iglesias a tener un rincón exclusivo para clientes que necesitaran masturbarse de emergencia. El signo que los distinguía era una mano apretando una trola de tamaño mediano. Algunas empresas dieron a sus empleados veinte minutos libres para masturbarse, el tiempo era acumulable. La ADPG (Asociación Defensora de Pollos Congelados) y el PCCII (Partido Comunista de Centro Izquierda Invertido) denunciaron que la masturbación era el nuevo opio del pueblo. Un nuevo ritmo llamado pajero invadió las estaciones de radio (bailarlo en pareja estaba prohibido). Leo me llamó para decirme que la producción en serie de la mano mecánica se había iniciado, era un alivio para personas muy ocupadas o con limitaciones físicas, al menos eso se leía en el eslogan publicitario. Estábamos en la cima. Les ordené que empezara a vender los negocios sin hacer ruido. —¿Estás loco, es nuestro mejor momento?

—Claro, lo es —dije dejando espacio entre las palabras—. Dime, ¿cuánto dura una canción en el número uno? Me envió una pila de documentos para firmar y una relación de demandas e impuestos: la mierdita leguleya no nos dejaba de chupar sangre. Me senté en la computadora con ganas de hacer una nota final para la revista; quería hablar del comienzo: lo importante —teclee con manos indecisas— es asegurar bien la puerta del baño, no siempre se tiene tanta suerte, y además, ¿cuánto creen que dura una canción en el número uno?


Cuento 2

: Sexualidad de la Pantera Rosa :

Mi sobrina solía preguntarse si la Pantera Rosa era hombre o mujer. Parecía una pregunta sencilla pero observando programa tras programa se veía al bicho rosado flirteando con toda clase de criaturas: desde hombrecillos calvos y narizones hasta conejitas rubias y sensuales. Su objetivo era imponer un color y estaba dispuesta a todo por lograrlo. El inspector era torpe y desaseado como cualquier francés. Quizá hasta pudiera acusársele de misógino y xenófobo (como a cualquier francés) pero su sexualidad (a diferencia de la de cualquier francés) no estaba en entredicho. La Pantera en cambio dejaba a su paso un mar de dudas y, como solía decir mi sobrina: tiene agujeros aquí. ¿Para qué preguntas tonterías?

reviraba el amante padre de mugrientos calzoncillos (todos rotos en la misma parte) y la niña decía: Para saber. En realidad mi sobrina tenía cuatro años y era una máquina de preguntas y chillidos. Sus inquietudes me divertían y trataba de dar respuesta a todas pero el amante padre siempre estaba acusándome de corruptor. Tenía la mente más sucia que los calzoncillos y sólo se acercaba a la niña para prevenirla en mi contra. A la pobre, asustada por los comentarios del padre, no le quedaba otra opción que preguntarse a sí misma. La escuchaba jugando a eso e improvisando respuestas: La Pantera es un diablo bueno. Mi papá tiene un cuchillo en el jopo (por los rotos de los calzoncillos, supongo). Cada vez me intrigaba más la Pantera. ¿Qué cosa era? No hablaba, no tenía sexo definido, no era particularmente sabia o generosa, sus ojos no eran soñadores. Su plan era pintarlo todo de aquel color... su color. Aceptar las diferencias no hacía parte de su carácter. Flecha Verde también me hacía pensar. Era sin duda el más opaco de los paladines, una especie de chivo expiatorio entre los superhéroes. Casi nunca se le tomaba en cuenta, Superman no le dirigía la palabra, ningún niño quería disfrazarse de él. Sus poderes eran escasos y limitados, su otra personalidad daba grima. Las aventuras que tenía eran aburridas y siempre al final algún miembro de la Liga debía sacarlo del atolladero. A veces compartía pista con Linterna Verde y entonces Flecha era nulo. No me gustaba ese cómplice; destilaba arrogancia y saltaba a la vista el desprecio que sentía por Flecha. Viñeta tras viñeta quedaba claro que Flecha no era más que relleno y escenografía para verdaderos superhéroes. Pero tenía agallas: nunca se quejaba, no hacía reclamos a su creador. Cero envidias, cero chismes. Hacía lo suyo y punto. Una vez, creo que acababa de cumplir 15, fui a una fiesta disfrazado de Flecha. Estaba en un rincón mirando a una linda Cenicienta de ojazos negros cuando un pirata flaco se acercó a preguntarme de qué estaba disfrazado. —Flecha Verde —respondí. —¿Y quién carajos es ése? —El amigo de Linterna. —¿Linterna Verde tiene un amigo así? Antes que pudiera responderle ya había girado sobre sus talones y se dirigía hacia mi Cenicienta. Un Peter Pan gordo se paró a mi lado. —¿Qué hay, Robin? —Soy Flecha —dije. —No, eres el señor Hood. —¿Quieres problemas? —Con un ladrón justiciero jamás. Lo acuellé. Se puso rojo y empezó a patalear. El pirata flaco y la bella Cenicienta vinieron en su ayuda. —Por favor, suéltalo —dijo ella con angustia. —¿Es tu novio? —pregunté sin quitar las manos del gordo. —Es su hermano menor —dijo el pirata aplicándome una llave de yudo por la espalda—. Y está enfermo de cáncer. De inmediato solté al gordo que se abrazó a ella. El pirata me liberó. Le ofrecí disculpas al gordo y a su hermana. Sus ojos negros me observaban con rabia y curiosidad. —¿Qué disfraz es ese? —Robin Hood —dijo el gordo. —No —dijo ella—. Es el Capitán Garfio y olvidó el garfio. Rieron. El gordo le propuso al pirata ir por algo de comer. Sin despedirse se alejaron; el pirata y su Cenicienta iban agarrados de la mano. Después de tomar dos rones con cocacola me puse a dar vueltas hasta que Cleopatra me sonrió desde un sofá. Hablamos, tenía edad para ser mi madre y estaba borracha. Bebimos hasta acabar su trago y me propuso ir por más. La seguí dando tumbos. Nos metimos en un cuarto repleto de chécheres y ella dijo que me dejara de pendejadas y besos e hiciera lo que estaba pensando. Le dije que tenía 15 y sacó una de sus tetas. Se tumbó sobre unas cajas y abrió las piernas, no llevaba nada debajo de la falda. Cuando me estaba quitando el traje la corredera se atascó. Cleopatra, sin cambiar de posición, esperó unos minutos a que resolviera mi problema y luego perdió la paciencia. —Para ser Flash eres muy lento. —Flecha Verde —dije. El sudor me entraba en los ojos que empezaron a arderme—. El traje de Flash es rojo y tiene alas en las orejas. —Da igual quien seas —dijo camino a la puerta. La borrachera se le había pasado—. Eres patético. Apenas salió la corredera volvió a funcionar. Busqué a Cleopatra y no tardé en hallarla; estaba besándose con un apuesto Sandokan. Para nadie es un secreto que el sexo no es muy popular entre superhéroes o criaturas como la Pantera. Los primeros prefieren defender causas perdidas y el resto tiene obsesiones o se dedican a la crueldad con sus semejantes. Tampoco el dinero despierta su interés y cuando lo tienen no lo usan con un objetivo sexual. Jamás Tío Rico gastaría una de sus adoradas monedas por tirarse a una pata. Lo cierto es que las noches de los superhéroes, panteras y demás monicongos suelen ser solitarias. He conocido gente como ellos en las avenidas de una gran ciudad, iglesias abandonadas y hoteluchos de frontera: gente que no tiene el sexo por religión y es capaz de sobrevivir a solas con su conciencia. Vendedores de milagros perdidos en el desierto o chicas que no pudieron creer en el amor a pesar de tenerlo enfrente y saben que ya es demasiado tarde.


Cuento 3

: Acerca de los mamíferos :


Me despierto en la oscura habitación de un hotel en Roma, me asomo en la ventana. En el amanecer la gente va de un lado a otro. Imagino que en mil lugares distintos está ocurriendo lo mismo. Cada día millones de mamíferos se levantan y corren desesperados. Me tumbo en la cama y miro un punto en el vacío. No tengo intenciones de correr a ningún lado, de hacer parte de la manada. La vida es una cosa miserable allá afuera. Pienso en los millones de mamíferos que corren en busca de migajas como las cucarachas; migajas de oficios varios, de sexo recalentado, de oficinas piojosas, de estúpidas gerencias y lánguidas fiestas que sólo dejan mugre y grasa en sus almas. ¿Qué tipo de mamífero eres? No se tú, pero yo pienso mucho en eso. Y trato de girar a mi modo, de seguir mi ritmo. Y pienso en los mamíferos con propósitos e intenciones cuyas vidas jamás empezaron, en los mamíferos que van a la deriva siguiendo la corriente de los otros fantasmas. Odio eso, odio esa mierda de buena voluntad, las sociedades sin ánimo de lucro y la falsa rebeldía. Y los mamíferos repiten día tras día su rutina, hundidos en la mierda sonríen. Los mamíferos no caen en cuenta, no tratan de imaginarse, están seguros de tener "una vida" y llaman VIDA a eso que tienen, a la estrecha y hedionda vida familiar, a sus frustraciones, a su sexo funcional y su televisor de pantalla gigante. Odio eso, odio a las mujeres que se entregan al tipo "adecuado" por temor de quedarse solas. Odio a las mujeres que se entregan a cambio de estabilidad y compañía. Y que se pasean con su mamífero imitando la plenitud y el bienestar. A las mujeres que soportan, que culpan a sus hijos, que no me sueñan y desean cada madrugada. Y los mamíferos corren para no perder el tranvía, y se resecan lentamente encerrados en esa chata prisión que llaman con arrogancia ¨mi realidad". Y compran cremas contra las arrugas y canciones de moda. Los mamíferos se saludan en los ascensores, en los estadios, a la salida del cinema. Pequeños fantasmas que inundan los supermercados en busca de carnes frías y desodorantes. Pequeñas alimañas que confunden depedencia con amor, que se revuelcan en su propia mierda y comparten pedos y babas hasta la muerte. Odio eso, odio a las bellas mujeres que no conocen a Emily Dickinson. Odio a las mujeres feas que no conocen al poeta peruano César Vallejo. Y los mamíferos saludan a sus amos sin sopesar la enorme ventaja que habría sido para ellos nacer muertos. Las diminutas e inofensivas alimañas sin voz ni voto; reducidas a sus complejos, sus miedos atroces, su eficacia laboral. Los alegres mamíferos esclavos de su mediocre panorama y de sus perezosas obligaciones. Medio alegres, medio tristes, medio impotentes, medio frígidas... La medianía es su condición natural. Y el pellejo se les escurre mientras tratan de aferrarse a eventos y citas, a telenovelas y noticieros para olvidar que los segundos pasan y nada cambia. Que los segundos pasan y sus traseros engordan, que están condenados a arrastrar sus traseros y alimentarse de sobras. Y se casan, se traicionan, tapan el vacío con hijos y electrodomésticos. Y trabajan en las fábricas del infierno soñando con ganar la lotería. Y compran seguros de vida (ja, ja, ja). Los patéticos mamíferos compran seguros de vida. ¿De cuál vida, carajo? Y van a las discotecas y tararean canciones y miran de soslayo el culo de las mujeres que pasan. Y se llenan de ansia y temor, de livianas sensaciones, de sexo trasnochado, obligado, homologado, escueto una y otra vez. Y cada amanecer es la misma tumba, el mismo epitafio, los mismos chistes y saludos, el mismo rencor. Y se aferran a la vida como babosas; en vez de pedir la muerte como regalo cada Navidad, la temen. Ignoran que quizá muertos resultarían más vitales de lo que jamás serán en vida

Cuento 4

: En una baldosa :


Ser el resultado de una incesante mezcla de culturas es un innegable lastre que me persigue cuando atravieso las ciudades del hombre blanco, al mismo tiempo me define y fortalece. Soy un mestizo de 1.87 m, peso 83 kilos y he aprendido mucho observando a los otros desde mi jodida condición de colombiano. La madre de la primera mujer que amé solía decirle que yo era un pequeño error que estaba a tiempo de corregir y estoy seguro que esa pobre mujer lanzó un suspiro de alivio cuando su hija me mandó al infierno. A ella, la madre, le gustaba la música andina. Siempre he odiado la música andina y amado el rockandroll; detesto la cumbia y adoro el tango y el bolero. Puedo bailar ritmos antillanos tres días seguidos en una baldosa y beber whisky, ron y tequila sin desfallecer jamás. Antes me inquietaba aterrizar en países extraños, lentamente he perdido los miedos inútiles. Sé que ser lo que soy es un lío, que la violencia, la crueldad y el odio son mi sello de fábrica. Y que en Colombia nadie es tan blanco como se siente, nadie puede estar seguro de lo que hicieron o les hicieron a sus más antiguos parientes. Es curioso como en Europa el término extra-comunitario una gente de tantas razas y calañas en una misma fila. Y viajo con mi estúpido pasaporte que despierta suspicacias. Piensa mal y acertarás es el axioma; Europa resiste a duras penas. Chinos, hispanos, eslavos, africanos... la lista se extiende y el miedo crece a la misma velocidad que el racismo. Y lo que más les asusta es nuestra rabiosa capacidad de reproducirnos y mezclarnos. Quizá hayan olvidado que hace algunos siglos Europa nos "enseñó" con implacable crueldad a mezclarnos. Al menos nosotros lo hacemos de una forma más humana y divertida. Mi campo visual es amplio como las sangres que me integran. Escucho música africana cantada en francés este amanecer de otoño, lo hago en una casa al norte de Italia. Desde mi ventana puedo ver en el horizonte los Alpes. Mi perro, Gonzalo se llama, vino de Hungría. Por las calles de esta ciudad transitan mujeres de todas las índoles y pelambres y todas me parecen bellas, a todas las deseo. Me gustan las camisas de Cavalli y los pantalones que diseña Valentino, hay un almacén a media hora de aquí donde puedo comprarlos a bajos precios cuando cambia la estación. A mí me importa un pito el giro de la moda; me pongo un Valentino de 2004 este otoño y me paseo sonriente entre esas bellas mujeres. No tengo parámetros ni ideologías, después de todo soy sólo un pequeño error.

Cuento 5:

“Una mujer posible”

No sé quien eres y estás en mí como las uñas que se aferran y crecen desde mi carne. Cada cierto tiempo las corto con indiferencia, pero si intentara arrancarlas el dolor sería insoportable. También la idea de que existas se pierde a veces en los laberintos de mi mente y luego, como las uñas en mis dedos, me impone de nuevo su presencia. ¿Debería llamarte amor? A fin de cuentas eres abstracta, sin peso alguno en mi realidad. No perteneces a lo sucesivo y, sin embargo, le das forma a mis sensaciones. Imagino tus pasos, el olor de tu cuerpo desnudo en la penumbra perfuma mi silencio. Me tiendo en el vacío y siento como este brusco sentimiento me invade. Tu voz vibra como un lejano diapasón en la noche invisible. Es como si estuvieras grabadas en mis ensoñaciones y delirios, suspendida en una dimensión sin horas ni testigos. Te pienso y te extraño, encuentro tu ser a medianoche y me fundo en ti. Mi carne se hunde lentamente en la tuya y no hay límite ni frontera. Mis palabras acarician las tuyas. Somos tu y yo un sortilegio que atraviesa la realidad. No importa tu nombre, sé de memoria el color de tus ojos. Mi vida no incide en tu vida. Tu vida es gris, tienes un nombre y un oficio, tienes un hombrecito y él tiene un nombre y un oficio. Tienen su previsible amor y el deseo que se ha ido destiñendo y ahora es más obligación que placer, más costumbre que ganas. Tienen sus cuentas pendientes, sus discusiones, sus crisis, sus listas, pedos y mentiras. En la cama, aburrida, intentas conciliar el sueño. Tu perfecta vida es breve e insípida. Tiemblas al sentir que rozo tu cuello, que penetro tu ansiedad. Soy el sueño prohibido. Mis manos aferran tu carne, tus piernas se abren, me adentro en tu cuerpo y tu mente, mis labios te queman, mi lengua se hunde en tu culo, de tu boca entreabierta escapan quejidos. Tu hombrecillo ronca como una estúpida, risueña y pesada nada.

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