Géneros literarios cargados de imaginación y realidad

martes, 11 de mayo de 2010

CUENTOS DE WILFREDO CARRIZALES

Cuento 1

Andanzas al sesgo

Montado en tren oscilaba entre las vías férreas. Me movía de poniente a levante sin divisar la rada. (Más adelante me esperaban caminos del agua y luciérnagas).
Las provisiones para el viaje se anticipaban con cada avance. Yo llevaba el pelo ensortijado y una sonrisa previa.
En los cruces de caminos cerraba los ojos. No quería que el paisaje tan pronto me multiplicara.
Por los andenes documentaba el tránsito de los viajeros. Retomaba el itinerario con sudores y miradas anejas. La noche me traía su expedición al confín del único silencio.

II

Entre la umbra del bosque avancé con parsimonioso paso. La vereda, tapizada de piedras grandes y planas, recibía la humedad que se desprendía de los árboles. Una inaudita quietud reposaba en el conjunto de trayectos. Al dirigirme hacia la parte alta de la colina salieron a mi encuentro hojas secas desfiguradas por los topetazos del viento. A las más bellas las recogí y las inserté dentro de un libro de viajes. Posteriormente las dejé como parte de un hito que indicaba la bifurcación del camino. Desde la cima de la colina divisé un valle que estaba combatiendo contra la neblina.
La caída del sol me alcanzó a mitad del camino de regreso y me hizo descubrir una antigua tumba oculta entre la maleza. Una lápida hablaba de los méritos del muerto. Un árbol inclinado asentía acerca de lo dicho.

III

La llovizna me sorprendió mientras cruzaba el puente, cuyas lisas losas se recordaban de especulario. Me refugié bajo la copa de un árbol milenario y junto a mí estaba un perro que no sabía ladrar. Mi mirada se perdió en pos de las gotas menudas de agua que se zambullían en el río. La recuperé poco después cuando oí a algunas ancianas tarareando canciones mientras lavaban ropa en las orillas. Mi camisa estaba empapada, pero no se allegó el frío.
Alguien me prestó un paraguas de papel encerado. Crucé la calle adyacente al río y desemboqué frente a una mansión deshabitada. Sobre el templete levantado en un patio interior me tendí. Con los ojos cerrados vi a los antiguos dueños representando una tragedia en un solo acto.

IV

Recorrí el tramo más hermoso de aquel río, donde había aves entrenadas para pescar, en un barco de recreo con escasos pasajeros. Extrañas y ultraterrenales montañas surgían de improviso y me dejaban sin razonamiento, estupefacto y carente de interjecciones. Recobrado de mi asombro capturaba trozos de paisajes para recomponer luego mi propia alucinación.
Sentado frente a una ventana recolectaba instantes de la vida de los lugareños y me los imaginaba a ellos afanados en sus horarios principales.
Repentinamente la ventana se abrió. La cabeza de un viejo tallada en raíz de bambú me enfrentó y ofertó su valencia. Me desentendí de él y no traté de asir lo fugaz.

V

La aldea de piedra, signada por siglos de historia, estaba irremediablemente abandonada. Llegué a ella después de seguir a un anciano que conducía gansos con una varita y toparme con una fila de vacas que regresaba a su aprisco.
En la aldea los helechos brotaban por doquier, dándole a ella un aire de mayor antigüedad. Las puertas de casi todas las casas colgaban de bisagras que ya estaban extenuadas, pero que se negaban a rendirse. Los dinteles y las jambas no exteriorizaban su tristeza.
Una vez inmerso dentro de las sombras de las casas mi propia sombra ganó en intensidad. Abandoné la aldea con la visión de unos faroles de papel arrumbados que cercaban a una máscara festiva con la expresión de quien sueña.

VI

Otro derrotero me condujo hasta una villa de madera enclavada entre montañas. Sabía que infinitas terrazas para el cultivo del arroz rodeaban a la aldea. Aquella mañana una espesa bruma había descendido para quedarse.
Me hice conducir por porteadores de sillas de mano hasta el borde de una acequia. Sólo veía, a ratos, parte de la espalda mojada del porteador de adelante; del porteador de atrás apenas divisaba el ala de su sombrero de paja. Los dos: fantasmas entre la niebla.
Bajé de la silla de mano. Cuando quise desentumecerme las piernas un ruido de cascos me obligó a lanzarme a un lado. Tres caballos pasaron a la carrera y se detuvieron más adelante, a pocos metros, para atacarse a coces. Yo tomé un trago de agua y un trago de bruma.

VII

Giróvago tomé rumbo hacia donde la brújula no señalaba. La muralla derruida se extendía a mi derecha. Pedazos de ladrillos y cascajos hacían deslizar mis pies. Mis manos palpaban las innumerables grietas.
Las atalayas todavía vigilaban los posibles ataques del adversario. Las fogatas podían anunciar, de improviso, el embate de la ofensiva enemiga.
Me senté en un hueco entre dos almenas de la muralla. Las golondrinas experimentaban novísimos vuelos. Rozaban las suelas de mis botas para darme a entender su destino. Piaban por mi posible ausencia.
La tarde llegó fatigada y me forzó a retirarme. Me alejé en busca de un poniente impreciso. Iba caminando por un sector estrecho de la muralla. En los hundimientos los restos de las lluvias habían dejado argumentos para regresar. Yo saltaba sobre ellos y entonces reflejaban pasados tránsitos. El sol trataba de despedirse y no lo conseguía.

VIII


El jardín estaba dispuesto como una red para pescar o para atrapar pájaros. El maestro redero también me capturó a mí. Yo me dejé conducir dócilmente y contemplé lo inextricable.
En un disimulado rincón del jardín extrañas piedras enseñaban a los musgos el arte de convivir sin perder la unidad. Unas ardillas de alargados cuerpos se mostraban sólo ante especiales visitantes. A favor de las flores ciertas mariposas se empreñaron.
Poetas descansaron en los corredores y ya nunca más fueron los mismos. Beldades quienes entonaron cantos del crepúsculo no se marchitaron fácilmente.
Un jardín en una red aprehende las motivaciones del Cielo.

IX

Por una ciudad meridional encontré calles con árboles de mango sembrados en las aceras. Eran árboles robustos y complexos y en cuya savia el tiempo transmigraba la tradición. Sus frutos: gualdos en rubor.
El viento del mar se arremolinaba en las bocacalles y traía paisajes de cangrejos y gaviotas a las memorias envejecidas.
Algunos pordioseros pedían dinero con timidez; otros, con arrogancia. Sus dioses los vigilaban a distancia y sacaban cuentas claras. Más allá podía aparecer un famoso templo. Los peregrinos abarrotaban las tiendas en procura de incienso y salvación.
Lo único vivo dentro del templo se petrificaba en forma de tortuga y caminaba con su condena a cuestas.

X

Sobre la vía tradicional de los animales no trashumantes me encontré con un búfalo de agua. Estaba sucio de barro y un cabestro lo sujetaba al suelo. Movió la cola y la trompa en señal de asentimiento. Los terrones equilibraban su corpulencia.
En los alrededores el humo indicaba el destino de los muertos; en las tumbas aguardaban las aves asadas el aguardiente propicio.
Un tractor de oruga, destartalado, brindaba su ejemplo a un campesino que dormitaba en una silla sin edad. Detrás de él una envejecida torre acechaba la llegada de los extintos soldados enemigos y una muchacha de agraciado rostro le retorcía el pescuezo a un gallo infecundo.

XI

Abrevé en el camino de las cabras y rompí los obstáculos. Nadie me pudo interceptar. Mi trayectoria indicaba los rumbos que otros viajeros anteriores recorrieron. Andadura de prestigio.
La puerta en arco, enorme y de tierra apisonada, luchaba con denuedo contra su deterioro. Se oponía con todas sus fuerzas a ser utilizada como depósito de cagajones de vaca. En lo alto, ostentaba orgullosa su nombre procedente de ilustre dinastía.
Solitario y a poco trecho de la puerta, el protector animal de piedra rugía y nadie lo escuchaba; se encolerizaba y ninguno le temía. Los niños montados, de a dos, en bicicleta lo rodeaban y pedían que les tomasen fotografías, aunque luego no las pudiesen llevar al hogar.

XII

Me declaré «amigo de callejear» y le dije a la ciudad habitada por hombres que drenaron y rellenaron sus antiguos canales: «Recorreré las vías de agua que tú, malignamente, ayudaste a clausurar con el falso argumento de la modernización. Tú, insensata, ignoras lo que perdiste. Ahora posees 'canales de asfalto' por donde sólo circulan barcas de latonería de cuatro ruedas, mientras los conductores escuchan música foránea que no entienden».
Me di a callejear por la ciudad maldecida y no pude comer sus productos típicos, ni beber su licor autóctono. Me senté en el puerto fluvial durante horas y me puse a observar el islote de enfrente. Los barcos traían y llevaban la estupidez a montones.

XIII

Extraje de mi pecho el mapa que explicaba unos posibles atajos. Escogí aquél que me llevaría, ineluctablemente, hasta las orillas de un lago enorme como un mar en penitencia.
Mientras estaba, en cuclillas, abstraído en la reverberación del sonido de la luz dentro de las oquedades del agua, atracó un mediano barco. No traía pasajeros y me dispuse a llenar esa carencia.
El barco me llevó a una mudanza súbita, a un periplo que él mismo no había imaginado. Se abrió a las olas y construyó un destino.
La travesía comprendió islas habitadas por gentes que consumían sardinas cocidas con aderezos de algas, al tiempo que hablaban a grandes voces para tragar un aguardiente rústico y poco claro.

XIV

El vehículo de alquiler me depositó en el sector antiguo de la ciudad. Penetré por una estrecha callejuela por donde transitaban ciclistas y peatones. Sus sombras se intercambiaban.
A mitad de la callejuela me topé con un ventorrillo. Un anciano espigado, de pelo ralo y con gruesos anteojos, ofrecía diversos tipos de panecillos recién salidos del horno. Le pedí uno cubierto con semillas de sésamo. El primer mordisco trajo a mi paladar un sabor dulzón como de arcilla. Engullí el resto del panecillo lentamente, separando con la lengua la mezcla telúrica de gustos. El anciano estuvo atento a mis movimientos, sin pronunciar palabra; sabio y aquiescente.
Aquel invalorable panecillo me costó apenas algunos centavos, pero gané del anciano una sonrisa llena de bondad y un brillo en su mirada.

XV

Descendí de la motocicleta y caminé hasta el portal que nombraba al tricentenario pueblo. Comencé a moverme con lentitud por las, desde antaño, holladas baldosas del corredor techado. No quería producir ningún ruido con mis pasos para no alterar la cotidiana calma del lugar. Me detenía por momentos a contemplar, en medio de un inefable arrobo, las aldabas gastadas por el manoseo de los siglos. A través de las semiabiertas puertas de madera pude atisbar efímeros detalles de la vida que, en penumbras, progresaba adentro.
Subí a los arcos de los puentes de piedra y miré congraciado el desplazamiento de las barcas hacia sus historias pasadas. Bajé del último puente y, al pie, encontré a un fisiognomista. Leyó las líneas de mi rostro y afirmó que yo viviría para ver la grandeza de mis nietos y su linaje. La heredad que con mis andanzas yo acrecentaba.

XVI

El oxígeno fue masticado por la extrema altitud bajo el sol de las diez de la noche. Mis pasos se emparentaron con los del yac. Me detuve y bebí el té y su mantequilla ácida que flotaba.
Los mendigos ponían sus manos de cuencos tristes a la espera de tintineantes rostros de dioses extranjeros. El papel moneda de escaso valor no volaba porque los vientos se tornaban en piedras.
Adquirí un sombrero negro y un resplandor de pupilas lejanas a mí. Me pavoneé entre los tenderetes. Nadie se atrevió a ponerle precio a mi figura ni a deslizar ningún sarcasmo. Mis ojos recorrieron lo indetenible de las calles que mercaban. Amuletos, olores de almizcle y fritangas, sudores y máscaras horrendas y baratijas abigarradas, me salían al paso para indagar mi procedencia.
Me eché el anonimato al hombro y salí despedido en busca de una mujer con quien no pudiera comunicarme sino sexualmente.


Cuento2

De lo teratológico como tedio

He aquí a un hombre en su estado puro. Ninguna idea extraña le ronda por su cabezota. Está encerrado para que no marche por las avenidas arrasando todo a su paso. En realidad él parece un Jefe de Estado en decadencia. Levanta los puños en alto cuando escucha la marcha triunfal y grita desaforadamente. Perdió el peine y la ropa interior. Ahora no necesita ni silla ni cama. Se puede pasar la vida así, reprendiendo con destemplanzas a los transeúntes. A veces flota y se mantiene como flan de músculos en el aire. El sol apenas le quema la piel y bate sus brazos a semejanza de unas grandes hélices y con todo el coraje del mundo pisotea el entarimado de su jaula hasta rayar en la locura. Alguien le oyó vociferar en solicitud de la paz. De pronto, sus ademanes fueron suaves y comenzó a respirar como un gran danés y las orejas se le alisaron. Pero todo eso no era más que el signo que preludiaba una terrible explosión de ira. A voz en cuello exigió un caballo de tiro que se adecuara a sus toscas piernas. “¡Que lo traigan pronto!”, clamó. “¡Que lo quiero montar cuanto antes y fuetearlo y hacerlo cabalgar hacia la sede del Poder y larga, largamente, que deponga sus cagajones a perpetuidad!”. El hombre en su estado puro no se fía ni de su sombra. Piensa en los hechos con una frialdad pasmosa. Sabe que los siglos que le restan por vivir transcurrirán con él ausente, pero no se acostumbrará a esto y regresará por la revancha, vestido de hierbas rugosas, preñado de abominaciones de jardinero. Aunque se lo proponga, no volverá a ser joven y los ciudadanos lo hallarán culpable de sedición y le arrojarán frutas y verduras podridas a la cara para que se aclimate a la tiranía de los nuevos tiempos.

2

Parece que el negro se desprendió de una latigante edad y cayó a tierra y quedó convertido en gran batracio, con un buche para refundirlo en las mieles de las mujeres. Él recordará las disputas posteriores por mercaderías y por las afinidades voluptuosas de las lindezas. A pesar de las promesas que le hagan, sus ojos se brotarán cada vez más hasta ralear las superficies armadas. Por momentos habrá la presunción de que es necesario llamar a los carros de la policía. Los familiares del gran batracio lo decidirán. Si él llega a salir de su encierro la sangre gritará y ése será su mayor crimen. ¿Por qué? Porque los humanos verán ante sí las razones de su propia insania, la inhumanidad de los hombres. En ocasiones el gran batracio oscuro intentará decuplicarse para parecerse a los dioses y tenderá a borrársele la fiereza del rostro, pero su mala salud le torcerá la noción de agigantarse más. Ante la calamidad del calor debe sudar copiosamente y corregir su metabolismo que le hace pronunciar palabras que carecen de sentido, excepto para quienes se tumben a sus pies. Él desea saltar con soberbia y hacer sufrir a los indiferentes. Anhela comprometerlos en sus rivalidades. Sabe que odia y lo jura; sabe que su exorbitante gordura no se debe a la ingestión de piedrecillas, sino al consumo desmesurado de silencios elocuentes y calenturientos. Se mantiene quieto frente a los observadores acuciosos y se obstina en transmitirles por telepatía los pensamientos más terribles que pueda alguien imaginarse. La oscuridad de su piel es la preparación del imperturbable rito funerario que prepara a escondidas. Tanta hambre de muerte le tiene la sesera pulida y refractaria a la común luz. De esta manera, él se asocia con el misterio y se apasiona con los sueños que ruedan bajo sus pies y que, al final, norman su memoria de impenetrables recuerdos de cuando estaba en la barca como esclavo.

3

Gime, es obvio, y está compungido. “Por las muertes semejantes. Por los enemigos que no lo fueron. Por las razas inexistentes. Por los esquivos. Por las monstruosidades de la noche, de la negación, de los chillones, de los pelirrojos”. Se pronuncia y padece el estatismo de vivir. Ha tenido sueños de bribón. Brilla su pectoral con el papel iconoclasta de ¿Armenia? Enmudece y su “cuarto” se agita. Escucha con atención el ruido de los fórceps a que es sometido el destino para que nazca sin deformidades. Ruega. “¿No será posible que haga una llamada telefónica, una sola?”. La soledad lo nombra y no lo ampara. Las alas se le agujerean y son tan leves las agujas que no logran remendarlas a tiempo. Se le enfría el pubis y se le torna marrón, indefinido, pivote para lo rústico. “Si tuviera aunque fuese una mínima chimenea haría mis experimentadas señales de humo”. Lo mantienen con vida los estudios profundos que realizó acerca de los abismos en las ciudades y las miasmas y las cagadas de las palomas y los plúmbeos umbrales de la fraternidad. Él comprende a cabalidad desde la heredad del hierro a la diálisis de los gendarmes. Para toda esencia se combina en un exquisito gris. Él va a saltar en algún momento que devendrá en hembra. Ya su falo no se le retiene y huye entre los pliegues obtusos de la carne. Su gusto por las rosas tiende a declinar y se exaspera porque quiere lanzarse cuanto antes a un agua dramática. Desea que lo desechen. Anhela que sus perdidos árboles se vuelvan bárbaros y fluyan con las pretensiones de lo famélico. La presión sobre su costillar se ha hecho tan de plata que ya ninguna lectura retiene. Y así, ¿para qué continuar con esa existencia? Mejor será reconcentrar las adecuadas palabras y aguardar con benevolencia un golpe de viento y salir en coma hacia las nubes hasta apoderarse de la llave del sol y dejar caer sobre la tierra una algarabía de cristales.

4

“Busque, busque. Entre mis dientes perfectos está la enseñanza que los doctores filósofos nunca han prodigado”. A cuatro patas infla su corpachón. No decae ante nada; no obliga a nadie a falsos armisticios. Su criminalidad subsiste y detrás de su dentadura no se interceptan los fluidos del delirio. Él no abandona la zarabanda de los días postreros. Carcome los barrotes y eructa. No le teme a su prisión, pues ella repone el amor por la siquiatría y el manicomio. La piedad no está entre sus juguetes preferidos. Suele hurgar en el interior de los parlamentos de quienes fuman tabaco de mala calidad a hurtadillas. ¡Ah! ¡Si pudiera agarrar por los cabellos a los poetas! ¡Se los arrancaría de cuajo! Él es un firme defensor del uso de la guillotina. Las torturas le enternecen. Su sentido del olfato es solar y en su frente la noche se relapsa. Las epidemias le son proverbiales y aun apartado del tráfago humano incide con su aliento en los crímenes de famosas celebridades. Sus ojos se resisten a las alucinaciones de las estaciones y como ignora que la Tierra semeja una circunferencia brinca y brinca e irremediablemente provoca sismos de poca monta. Antiguamente poseyó un par de antenas para la esperanza, pero se le atrofiaron por falta de uso. El buen opio le pone de óptimo humor, mas ¿quién se atrevería a dárselo? Divaga interminablemente acerca de la propiedad de los banqueros y suele llegar a conclusiones que orillan el entusiasmo por la necrofilia y el canibalismo. De día se apropia de la negrura y de noche, la claridad se le enlaza con validez y dedicación. En sus ensueños se transporta hasta la región de los sangrantes, aquellos hipócritas que se clavan a una cruz para redimir las culpas de las seducciones y abusos de los curas y obispos pederastas.

Cuento 3

Ruinas

Se inscribe el derrumbe en la resolana de la tarde con su estertor de enfermedad. La decadencia irrumpió en las cámaras secretas y las huellas de los ejércitos invasores midieron a la muerte con sus descargas de pólvora, saqueo y locura. Las mariposas fueron arrancadas para que no dejaran testimonios. A las nubes se las mutiló hasta arruinarles la inmensidad de su anfiteatro de levedades.

La vileza dio dentelladas sobre las pieles de los mármoles que obedecían las órdenes de los dragones ilusionados. Un enorme sobresalto, una conmoción de escalofrío, cayó de pronto encima del recinto que emulaba un paraíso. ¿De cuántas regiones del mundo surgieron los gritos de victoria y embriaguez? Los cuerpos uniformados se lanzaron a la rapiña con un instinto de tigres sin pupilas. Creían que ellos eran la eternidad y la eternidad sólo se alimentaba de ruinas.

Ahora únicamente queda una zona de abismos y el misterio se filtra a través del telón que se transforma en lejanía y en emboscada para los recuerdos malsanos. Los sofocos de la sangre continuarán viviendo a expensas del polvo que no se puede recoger en cuencos, porque se propagaría como un fantasma que no tiene fin ni siglo para la idolatría.

2

Las ruinas acumulan días que se sepultan bajo las lastimaduras que provienen de la espada y la pernicie. Un búho, en la sumisa culpabilidad, perturba los peldaños del pasado. La realidad se torna intraducible y las zarpas guerreras de otrora hacen señales de adiós a quienes recogen trozos de piedras labradas para usarlas como talismanes. El fanatismo no se salva ni aunque lo proteja un enrejado.

Con cada trueno del límpido cielo las arañas preparan las visiones en el interior de los agujeros. Las grandes maniobras son horizontes de sordos en los reflejos que se tumban sobre el interminable oráculo. Las palabras de pesar agobian y apesadumbran en las columnas que se aventuran hacia el vacío.

El titánico sabor de la derrota clava su desvarío y abre múltiples tajos en los estandartes que se frustraron por no poder imponerse con su parquedad y su humo sin memoria. Ahora comprobamos para qué sirvió el paraíso y la errancia de los caracteres sobre las superficies nos recuerda, sin cesar, la inutilidad de los cuestionarios de la historia.

3

A muchos duele todavía el laberinto para el cual nunca habrá llaves apropiadas que develen los arcanos de los sitios del insomnio. Los pies se coronan de chisporroteos y de calvicies acorraladas en los pozos extintos. Se mueven exhalaciones con sus castigos de pertenencias y las migraciones de los latrocinios. El milagro del encuentro de una salida jamás se escurrirá por los canales que fraguaron vendajes de invierno.

Sorprende el inventario de iniquidades y las sombras de las manos se recuentan en un tribunal que no se altera entre las chirriantes enramadas del resabio. Las aguas se evaporaron en los rostros en acecho y campaña. Entre llamas y escapularios la ilación de los despojos chapoteó en la corte de las ascuas y el desprecio. Así no más se selló la ceniza; así se probó la fiereza de las ruedas que entramparon las estaciones del sosiego.

Una madriguera de piedras engendra una feracidad de sueños e invierte el enardecimiento en atajos que desesperan a los vocablos de las almas. El ayer se hunde en sus raíces y se obnubila tras los espejismos que se disputan los maleficios del mundo.

4

Las sendas se retiran envueltas en sus precariedades de sustancias. Los tegumentos que una vez unieron las bellezas de los mármoles hoy son falaces arrastres de los huesos inadvertidos. ¿Para qué explorar en leyendas y en hormigueros sin hierbas o en juegos que desafían los fulgores que quieren olvidarse? Un velo caerá sobre nuestras cabezas calenturientas y el enjambre de aquellos amontonamientos pétreos será el credo de una geometría para el fracaso.

Un león fue invadido por una sola bala de cañón y el rugido de su postrero continente se disolvió en el blancor de la demencia que saqueaba para probar que el universo seguía sus leyes. De la tormenta oculta se pasó del delirio a la infamia de perros acorazados y trizados por la codicia y por los relámpagos con sus guijarros.

Con la más radiante luz los erizos avanzaron por entre las centurias de los ecos del hundimiento. Encontraron matorrales engarzados a bloques del oprobio. La niebla entrevista en realidad era humo con su fuego y con el destino roto que pretendía saltar hacia la escollera donde la espuria gesta se pudría con sus cucharas atragantadas en el rostro.

5

De modo que el emblema del mármol quiso darse a la fuga y lo detuvo la frontera de la cicatriz en el suelo. Ningún perro lo olfateó pues temía a sus propios escombros. El luto tiritaba como un hito en lo claroscuro y en la sed del asalto final una llama excedió la miseria del más tenaz de los hierros.

Se cumplieron los pactos de los soldados y las llagas y las avaricias se instalaron con sus patas de rancios pellejos y la enfermedad que se acata en la ambición celebró sus bodas con la quemadura y la violencia.

Puede ser que ingentes cantidades de alcohol se apretujaron contra los fusiles y en los bordes de la ceguera la tierra tremoló con una declinante lámpara votiva. Entre puñaladas y escupitajos se repartirían los trofeos del ornamento imperial. El desorden precipitó los ropajes humanos hasta la necesidad de la epidemia. En un inexorable ardor la conquista fue un pan relleno de plomo y extravagancias. La cruz de los caudales resonó como un badajo en la profundidad de la duna de las errancias.

Los nombres de los insignes guerreros cuelgan de las sogas de sus sudarios. Sus patrimonios se incrementaron con el ácido de sus costumbres y en el túnel de piedras heridas que ellos construyeron sus ojos continúan temblando para que no se cierre el cerco y la noche no los despoje del bálsamo de la ineluctable fe.

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